El dieciocho de enero del año dos mil diecinueve murió mi hija Irene. Iba camino de su cercano instituto en el barrio de Zabalgana de Vitoria (País Vasco) donde cursaba el tercer año de enseñanza secundaria. Apenas empezaba a cruzar la calzada por el paso de peatones situado a cincuenta metros de su casa, en el cruce de las calles Labastida y Avenida de Naciones Unidas cuando fue arrollada por un vehículo. No sobrevivió al brutal impacto. Tenía catorce años.
Si el luto es la expresión del duelo, entonces las obras de arte que se presentan a continuación son, en puridad, obras de arte de luto, pues derivan inequívocamente del dolor causado por la absurda, antinatural e injusta muerte de mi hija. Y porque aspiran a tener un carácter, en el mejor sentido de la palabra, estético. O al menos expresivo.
El luto, que seguramente pudo ser, en tiempos, una práctica humanista, ha desaparecido de nuestra cultura. En la actualidad nadie hace luto por sus muertos. Se reprime la exteriorización del dolor ante la muerte. El duelo ha pasado a ser una cuestión de índole privada, un asunto doméstico. Algo que deben afrontar las familias en silencio y con discreción, sin demasiadas alharacas, sin signos externos. El sociólogo Geoffrey Gorer, en su estudio ‘La pornografía de la muerte’ (1955), argumenta convincentemente sobre las consecuencias de esta invisibilidad o represión social de la muerte. Que la muerte emerge pero bajo la forma de representaciones banales y morbosas, en una suerte de pornografía.
Aquí se trata de todo lo contrario. La muerte de mi hija fue una muerte violenta. Mi hija murió en la calle, víctima de lo que las asociaciones denominan violencia vial o de tráfico. Conductores que circulan a velocidad excesiva, estilos de conducción agresiva y/o bajo el efecto del alcohol u otras drogas. Pero también negligencia pública: calles mal trazadas y/o iluminadas, urbanismo de descampado (a la soviética), omisión de pasos de peatones, badenes, semáforos y otras medidas de seguridad y de calmado de tráfico.
Me rebelo contra esa violencia de la que fue víctima mi hija y me veo, por tanto, en la necesidad de hacer de mi duelo algo público, de rescatar y renovar expresivamente algunos rituales de duelo para darles un uso, en parte, político. Exteriorizar mi dolor, exponer, socializar mi sufrimiento. Sacarlo de casa y llevarlo a la calle. Gritarlo, como suele decirse, a los cuatro vientos. Oponiendo a la deshumanización de la ciudad y de su tráfico, mi modesta batería de símbolos.
Relación de piezas: Resistencia al olvido / Ahanzteari uko egitea; Todos los días, aquí mismo / Egunero, hementxe bertan; Mi vacío negro / Nire huts beltza; Concentración / Kontzentrazioa; Bandera negra sobre ciudad blanca / Bandera beltza hiri zuriaren gainean; Dolu-ikurra / Señal de duelo; Estigma / Zauria; Lore ilunekin trafikoa baretzen / Calmando el tráfico con flores oscuras; Gero datorrena / Posteridad; Banal / Hutsala; Condensador de duelo / Dolu-kondentsadorea; Aquí hay un punto negro / Hemen puntu beltz bat dago; 13 Gutun beltz / 13 Cartas negras.