“Era la propia noche. No veía nada y, lejos de sentirse afligido, convirtió esa ausencia de visión en la culminación de su vista…
Maurice Blanchot, Thomas l’obscur, 1941.
Aquel ojo que no veía nada no solamente aprehendía algo,
sino que aprehendía la causa de su visión. Veía como objeto
aquello que le impedía ver”.
¿Cómo mostrar el vacío dejado por una niña de 14 años? Quizás solo con vacío, con negro, no tanto color de luto como agujero, como imposibilidad de color. Ninguna imagen de Irene puede llenar este vacío. Mirarla es ver el pasado irremediable. Ante el dolor extremo la imagen parece superflua, innecesaria, redundante, quizás imposible, pues la auténtica catástrofe no admite representación.
O quizá no. Se ha dicho hasta la saciedad que el Holocausto es irrepresentable, pero ya Goya, en la lámina 26 de los Desastres de la guerra, en una imagen de fusilamiento y cuerpos cayendo desesperadamente, colocó la cartela “No se puede mirar”. Algo había que ver y quizás más que irrepresentable es que solo es capaz de mostrar una brizna de horror, una pequeña muestra que metonímicamente aludiría al todo. Art Spiegelman proyectó la cubierta de The New Yorker del 24 de septiembre de 2001, el primer número que se publicaba después de los atentados del 11 de septiembre. Su primera versión, siguiendo a Adorno y la imposibilidad de la poesía después de la catástrofe, era totalmente negra: no imagen, no arte; testimonio mudo ante el estruendo. A los editores no les convenció la solución de cubierta como esquela mortuoria y la solución que finalmente apareció publicada fue el perfil de las dos torres en pie en un gris muy oscuro sobre un fondo negro, al modo de ese claroscuro disminuido de las Black Paintings de Ad Reinhardt, un artista que también decidió desvanecerse como fantasma en 1967 ante la incomprensión del mundo del Arte. En la cubierta del New Yorker estaban las torres, pero como fantasmas perceptivos y también narrativos.
Y en el campo familiar, la muerte del padre implica el final de la infancia, independientemente de la edad del hijo, pues este se ve de improviso en primera línea ante el final. Pero ¿qué fin regresivo marca la muerte de una hija? Quizás el fin del futuro, el propio progreso de la vida. Y sin embargo, al día siguiente la vida continúa obscenamente activa, los coches siguen circulando y la gente acude al trabajo mientras el padre se hunde en la negación y la incredulidad.
Para un artista como Rubén Díaz de Corcuera el problema no es qué tipo de arte hacer para conmemorar a Irene, sino el de encontrar un nuevo lugar desde el que enunciarlo, un lugar que ya nunca será el anterior, el de su zona de confort o, al menos, el de esa zona cuyos mecanismos ha experimentado, maneja y conoce relativamente bien. No un nuevo tipo de arte para Irene, sino un arte desde un espacio diferente de enunciación y capaz de llegar a lo desconocido. Y lo encontró en una serie de trece piezas, entre dibujo, escultura, pintura, performance y documentación, marcadas por el protagonismo del negro: un arte sin color para un cuerpo desaparecido, un proceso de arte paralelo al proceso de duelo, un diario, una forma de vivir en el arte la muerte desdichada.
La primera pieza de la serie Resistencia al olvido, que da título general al conjunto, consistió en cubrir una cartulina con diferentes materiales hasta obtener un plano totalmente negro: una imagen construida para ocultar la imagen, cerrada sobre sí misma pero abierta a lo conmemorativo. Fue expuesta durante el confinamiento en la escalera de la casa donde vive la familia. El negro más intenso es protagonista de estas piezas, en forma de esfera de granito, de señal de tráfico, de bandera. En alguna de ellas empleó el pigmento Black de Stuart Semple, uno de los negros más profundos que existen [1] . No hay imágenes de Irene; el lugar del atropello aparece solo como localización, no como tema en ninguna de las piezas. No es un arte abstracto, es más bien un arte que busca su expresividad en lo invisible: no se puede mirar. Cada una de las piezas atiende a un aspecto particular de la tragedia, el conjunto muestra un impresionante repertorio del duelo, silencioso, pero rotundamente expresivo, contenido pero punzante, cuidadosamente formal, pero incisivamente reivindicativo. Pero por encima de todas estas consideraciones —con su serenidad expresiva y su estoicismo— estas piezas negras pretenden destilar la desolación en forma, transformar el dolor en belleza y la belleza en lucha.
En estas piezas negras, al borde la visualidad, se produce de manera exponencial la idea de imagen como algo que no se ve. En su libro póstumo, Ensayo sobre lo que no se ve, Enrique Lynch escribió: “O sea, que llamamos imagen a lo que antaño se tenía por sobrenatural, cuando se manifiesta trae a la vista lo que no se ve”. De este modo, la consciencia de las imágenes acompaña al reconocimiento tácito de lo mucho que permanece oculto en ellas. También, como algo sobrenatural, bajo estos negros profundos, bajo este eclipse del color, atisbamos el rostro sonriente y luminoso de Irene. Scott Fitzgerald escribió que el cometido del artista es trabajar para las personas, de modo que puedan aprovechar la luz y el brillo del mundo. Con estas obras negras, Rubén ha contribuido a difundir esa luz.
[1] En 2106, Anish Kapoor llegó a un acuerdo con la compañía que fabricaba Vantablack —una sustancia capaz de absorber el 99’96% de la luz y por lo tanto, el negro más negro del mundo— para ser el único artista plástico que pudiera utilizarlo. La tragedia vanguardista de Yves Klein y su IKB se convierte en farsa postmoderna. Como respuesta, Stuart Semple, pintor, performer y activista británico fabricó primero un pigmento rosa que vende en su web y que para ser adquirido hay que declarar que no eres Anish Kapoor, ni un asistente o colaborador ni una persona que podría proporcionárselo al artista anglohindú. Posteriormente, bajo las mismas condiciones, puso a la venta Better Black, Black 2.0 y Black 3.0.