Ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente.
La Rochefoucauld, Máximas, 26.
Cuando uno de nuestros allegados muere, no comprendemos inmediatamente la información que nos llega. La palabra, aunque lleve el sello de la evidencia, se muestra inane. No queremos creer lo que nos acaban de decir. Sufrimos un choque y caemos en un agujero negro. Pronto entraremos en duelo, ¿pero cómo llevarlo? Para la sociología durkheimiana, «el duelo no es la expresión espontánea de las emociones individuales» (2). El trabajo del duelo estaría regulado por la sociedad (3), que canaliza las emociones individuales e inscribe el choque emotivo en la globalidad de un cuerpo social que, a cambio del apoyo que brinda, obliga a observar ciertas reglas que ha establecido (à l’observation de certaines règles par elle établies). Así, la melancolía, que Freud distingue del duelo, vendría para ella de un relajamiento de los lazos sociales que provocará una exacerbación del yo.
Esta forma de pensamiento se establece en oposición a la aceptación antropológica del sujeto, reduciéndolo al rango de individuo que debe ser superado. Sin embargo estos dos niveles no son más que uno, como lo recuerda Cornélius Castoriadis : «Para comenzar, el individuo, esencialmente, no es otra cosa que la sociedad. La oposición individuo/sociedad, tomada con rigor, es una falacia total» (4). El lugar que ocupa el individuo, esencialmente en su relación consigo mismo, lleva a otras preguntas. Cuando Freud habla de trabajo del duelo (5), lo que me parece que hay que retener es el lugar que se le da no a un individuo que viviría en la ilusión de su autonomía, sino a un sujeto escindido cuya experiencia del duelo le lleva al sufrimiento. El duelo no es solamente dolor y tristeza, ira y culpa, sentimientos que desestabilizarían a un individuo que ‘normalmente, se controlaría a sí mismo‘; se trata, mucho más profundamente, de lo que excede la capacidad de controlar lo que sucede, es decir la apertura a lo desconocido y al enigma (Emmanuel Levinas, 6), en la medida en la que lo que viene no viene de sí mismo. La muerte no es simplemente el cese de las funciones vitales, es esa alteridad que da fe de toda su ausencia, aunque esté presente todos los días, de la no-coincidencia que afecta tanto al mundo como al individuo.
Cuando en un tal escenario irrumpe un individuo expresando sus dudas personales, parece que el ritual funerario se desmorona. Pero cuando la expresión de sentimientos obligados ya no es pública, ¿se convierte, por ello, en a-social? Si, en tiempos de Durkheim, lo social determinaba al individuo, hoy sería el individuo quien determinaría lo social. Estas dos tesis, construidas en espejo una de otra, son también insuficientes. Si el duelo es, por supuesto, social, no lo es porque esté organizado por un operador mágico –lo social-, sino porque la muerte es esa pregunta sin respuesta a la que se enfrenta la humanidad, o también porque es el límite que determina la elaboración misma de la cultura. Creer que el individuo debe establecer la relación que mantiene con los muertos fuera de cualquier relación social, no tiene ningún sentido. Sin embargo, debemos tomar nota de un cambio de actitud hacia la muerte que ha llegado incluso al lenguaje. Actualmente ya no hablamos de trabajo del duelo sino de trabajo de duelo ¿Qué diferencia hay? Con la primera formulación queremos decir que la persona está trabajada por el duelo, que es un proceso que no controla. Trabajo de duelo significaría, en cambio, que controla sus afectos, que dirije su propia evolución de un estado psicológico a otro. El duelo no es solo un mal momento a pasar, sino también la reubicación de su propio lugar respecto al difunto. Trabajo de duelo tiene también otro significado: el de un involucramiento del individuo que va más allá del nivel estrictamente individual, en el que sería oportuno percibir las dudas que en él se expresan. Estar entre los demás con el tormento del propio silencio, esta es la aventura contemporánea de un duelo que recuerda a cada cual su desarraigo singular. Este malestar no deja de ser social. Si bien ya no practicamos formas comunes de duelo, compartimos las peripecias de su redefinición.
La muerte es irrepresentable porque es incognoscible (7). Pero la función del artista es precisamente expresar lo irrepresentable a través de la obra de arte. Podemos constatar, además, que el arte participa en todas las sociedades en los ritos que rodean a la muerte, que la socializan. Tanto el arte como la muerte se sitúan, en nuestra tradición, en los límites de lo inteligible, de lo indecible. Freud considera el arte como uno de los modos de conocimiento de los procesos psíquicos. La representación -nos dice surge de la ausencia; también en la ausencia, en la carencia, es donde el arte pictórico toma su origen. Recordemos la historia de La hija de Dibutade, alfarero de Sicyone, que nos cuenta Plinio el Viejo en su Historia Natural, quien para conservar el recuerdo de su amante que debe ir a la guerra, dibuja con carbón, su sombra proyectada contra la pared. La representación en el arte es, por tanto, la imagen de lo latente.
Raramente el Principio de la necesidad interior (8) que Kandinsky reclamaba para toda obra de arte ha estado tan justificado como en el presente trabajo de Rubén Díaz de Corcuera. Ante lo invisible fundamental que es la muerte, en este caso la de su propia hija Irene, debe poner más a prueba que nunca su capacidad de representar y pensar, haciendo aparecer así una intimidad subjetiva, una sensibilidad interna, una economía de angustia y amor. Para abordar esta doble obra -trabajo de duelo y trabajo de arte- utiliza la metáfora y la metonimia, relacionando la representación con un más allá de lo que se representa. Dos funciones asociadas por Lacan con el trabajo de los sueños según Freud. En ambos casos, desde el inconsciente y la obra de arte, asistimos a una emergencia creativa frente a lo desconocido, lo irrepresentable. Por la elisión de la figura de su hija Irene, el significante instala la carencia en el propio cuerpo de la representación, le manque à être según la terminología lacaniana. También el lugar del accidente es localización y no sujeto de sus acciones. Estas a veces toman prestadas las formas de códigos sociales (solicitud de autorización de una manifestación, cartas a la máxima autoridad local, señales de tráfico, ofrenda de flores) para vaciarlas de su contenido -a veces burlándose de ellas- y darles un nuevo significado; mostrando así que la experiencia del pensamiento es la única manera de enfrentarse a la nada. André Velter, poeta francés que perdió a su pareja, la montañera Chantal Mauduit, sepultada por ua avalancha en el Dhaulagiri escribe al comienzo de La séptima cumbre, primer libro de su trilogía de luto (9): Tengo para construirte una tumba / palabras de sol y de sueños / nada que pertenezca al peso del mundo. Velter se rebela contra las frases hechas que se pronuncian -porque el silencio da miedo- ante las víctimas de un duelo terrible: “la vida continúa”, “hay que tirar para alante, pensar en los que se quedan”, etc. No, la vida no “continúa”, se retuerce, se convulsa. Ya no hay umbral / ni casa / ni campo / ni fuego. Nos rebelamos. Si el tiempo del gran dolor tiene un final, el duelo en tanto que tal no lo tiene. En el mejor de los casos, queda sin embargo un espacio luminoso, la presencia de la ausencia.
1. No he encontrado traducción en las revistas especializadas del término «La grande braille», literalmente ‘el gran quejido’, utilizado por Jean Monbourquette en Aimer, perdre et grandir, Ottawa, Novalis, 1994, que designa el momento preciso de la plena consciencie de la gravedad de la pérdida y la aceptación de la ida irrevocable de la persona amada.
2. Emile Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, Paris, PUF, 1968, p. 567
3. En España, el duelo fue reglamentado por los Reyes Católicos, en 1502, mediante la Pragmática de Luto y Cera, en la cual, entre otras medidas, era designado el negro, en lugar del blanco, como color del duelo.
4. Cornelius Castoriadis, Le Monde morcelé, Paris, Seuil, 1990, p. 52
5. Sigmund Freud, Métapsychologie, Paris, Gallimard, 1968, p. 150
6. En Totalité et infini, Paris, Le Livre de Poche, 1990, p. 49, Emmanuel Levinas nos recuerda : «el morir es angustia, porque el ser, muriéndose, no se termina, aún terminándose».
7. Freud, en Zeitgemäßes über Krieg und Tod, Wien, Hugo Heller Verlag, col. Imago, 1915, p. 143, escribe : «La muerte propia -y yo añadiría, la de nuestros allegados- es irrepresentable y por más que lo intentemos, nos daremos cuenta que, en realidad, seguimos estando ahí en tanto que espectadores».
8. Wassily Kandinsky, Über das Geistige in der Kunst, Bern, Benteli Verlag, 4. Auflage, p. 64
9. André Velter, Le Septième sommet (1999), L’Amour extrême (2000) y Une autre altitude (2001), Paris, Gallimard, col. NRF, poésie.